Cuando se es niño
todo parece ser tan simple. Poco importan las complicadas tribulaciones del
mundo del adulto atiborradas de política, economía y luchas de poder. No.
Esa es una época en la que hay que cargar la mochila de experiencias. Aprender
y disfrutar del juego y de la imaginación.
“La imaginación”,
aquella poderosa herramienta de la que se sirven los niños para enajenarse y
ensimismarse en aquel mundo donde la realidad y fantasía se mezclan y en el que
tiene cabida absolutamente todo, incluso aquello que pueda representar un
imposible.
Julio Cortázar, el
gran escritor argentino, tenía una profunda fascinación por la capacidad de
abstracción que tienen los niños a la hora de entrar en el juego. De cómo la
mente de un niño despliega sus alas y se adentra en ese ambiente donde todo se
transforma, aumenta y adquiere inusitado movimiento. Porque el juego para un
niño es algo serio y se asume con el esmero que merecen las cosas realmente
importantes.
Todo aquello que a
vista de un adulto no es más que un muñeco inerte, unas plumas descoloridas o
un montón de tierra apiñada de forma aleatoria, por nombrar solo algunos
objetos casi de manera caprichosa; para un niño o niña, aquel muñeco no es sino
el compañero de juegos que con la ayuda de la imaginación cobra vida y se
incorpora en aquellas aventuras de ensueño; aquellas plumas no son sino la
fuente de un posible primer vuelo del hombre sin artilugio alguno o miles de
aves volando en un inmenso cielo infinito; y aquella tierra no es sino una fortaleza que sirve de refugio a unos soldados que en su cotidianidad luchan y se enfrentan con realismo y la
vehemencia que se tiene cuando se intenta seguir siendo el juguete favorito y
no ser proscrito ni caer en el olvido.
Aunque resulte ser una
paradoja, el enemigo natural de esa mente creadora no es sino la intransigencia
del adulto cuyo pensamiento abstracto desluce su existencia. Lamentablemente el
tiempo nos va cargando de esa a veces intragable substancia llamada realidad
que bloquea nuestra memoria y nos imposibilita de comprender ese mundo lleno
de fascinación y no en pocas ocasiones, el adulto termina de un plumazo, a
veces de manera dictatorial ni mayores argumentos, un juego que para el niño resulta de suma
importancia.
Quizá, como Antoine de Saint-Exupery que dedicó su mejor historia
a aquella persona adulta como él, habría que escribirles más a los adultos
recordándoles que ellos un día también fueron niños.
Proust se refiere a
la infancia como el tiempo perdido, y ciertamente tiene razón, la infancia es
aquel pedazo de felicidad al que no se puede volver, sin embargo aquellos
recuerdos nos acompañan a través de nuestra existencia y aquellas improntas y
experiencias de esos primeros años forjan
no sólo nuestro carácter y personalidad sino también nos marcan el derrotero.
Ahora que veo las
cosas del pasado con la experiencia de mi exilio, no recuerdo los lugares donde
crecí y me forjé con una falsa nostalgia patriotera, por el contrario los
recuerdo con la sublimidad que se tiene al recordar la infancia. Recuerdo a los
buenos amigos, los buenos consejos, las enormes y elongadas calles de Papá
León, los camioncitos de madera que tanto me gustaban, el aroma y sabor del
buen picarón de la abuela, mi enorme familia, las calles de mi querido Chilca,
el fútbol y otra vez los buenos amigos; y por tanto me aferro a la definición
del poeta Rainer María Rilke que sostiene que la infancia es la verdadera
patria.
Yo también me aúno a
esa fascinación y admiración de Cortázar por todos los niños que conozco o no y su capacidad de imaginar sin límites y poder ser cantante,
compositor, médico, astronauta, ingeniero, guitarrista, bombero, futbolista, piloto de
fórmula uno, soldado, pirata, superhéroe o actor, por separado o todo
junto a la vez.
Empecé a escribir
este artículo con la buena noticia de saber que una personita importante viene
en camino. Todo mi cariño para ti mi querido Dany, por ese niño o niña que
viene a alegrarte la vida y estoy seguro que con su llegada despertará a aquel compañero
de juegos con quien en un tiempo ya bastante lejano, yo también pude disfrutar.
Tokio, diciembre de
2017